Naturaleza y artificio: paisajes para llevar

“[…] Mientras que hace algunos años solíamos otorgar un notable valor a todas aquellas tendencias que se alejaban de la mera “naturalidad” para acercarse a un factor anti o extrahumano y antinatural, basado en la artificiosidad tecnológica, hoy en día tendemos a invertir nuestro juicio, o al menos, a corregirlo”.

Gillo Dorfles (1910-2018), crítico de arte, pintor y filósofo italiano

Tal como Gillo Dorfles reflexionaba en su texto “Naturaleza y artificio” de 1968, conviene detenerse en aspectos del presente modificado y alterado por las tecnologías aceleradas, presentado a menudo como naturalidad o, más concretamente, como hipernaturalidad contemporánea. En realidad, es el hiperartificio tecnológico el que pretende obtener un elevado efecto natural. El absurdo de artificializar lo que originariamente lo era para obtener un resultado ahora falsamente natural.

También en 2010, Iñaki Ábalos denominó su trabajo editorial, Naturaleza y artificio: el pintoresquismo en la arquitectura y el paisajismo contemporáneo. Habla de un pintoresquismo que trata de esconder las tendencias tecnológicas de la arquitectura, regida tanto por el high-tech como por los renders o representaciones virtuales.

Encontramos algunos libros recientes sobre esta cuestión, como Green obsession: Trees towards cities – Humans towards forests, del arquitecto Stefano Boeri, o exposiciones como la que se puede visitar actualmente en la ciudad de Nueva York  Nature by design, en el museo nacional de diseño Cooper-Hewitt. También son habituales últimamente artículos en periódicos y revistas, como el de Màrius Carol, “La ciudad ruralizada (Futuros imperfectos)”, publicado el pasado febrero en La Vanguardia, o “Maó contra Natura”, de José Luis Gallego en El Confidencial, también del último mes de febrero.

A pesar de que hay teorización sobre la búsqueda artificial del resultado (antes origen) natural, nada detiene esta nueva era que se acerca, el Antropozeno.

Ciudad, naturaleza muerta

En su libro de apología a la ciudad, Glaeser analiza cómo esta es el motor de desarrollo económico y la fuente principal de innovación social y tecnológica de nuestra sociedad. Un elogio a la ciudad que se extiende desde su condición de motor de la innovación hasta sus virtudes ecológicas. “Cómo nuestro mejor invento nos hace más ricos, más listos, más verdes, más sanos y más felices”, dice literalmente el subtítulo del libro: este es el éxito de este singular artificio social y material, la ciudad. La densidad es el hilo argumental de la obra, porque no solo es la base de la prosperidad urbana, sino también la garantía de su limitado impacto ambiental, considerablemente inferior al de la urbanización dispersa.

La cuestión es ser siempre ecológicos y sostenibles. Este es el eslogan del siglo, de nuestra modernidad: ser moderno es ser eco y verde, y la ciudad no lo será menos. Iniciativas como “Ciudades verdes”, impulsada por Naciones Unidas, o “Greencities”, es el encuentro de referencia de todos los agentes implicados en la construcción de ciudades inteligentes y sostenibles en España; “Green Cities Europe” es una iniciativa europea; European Green Cities es una organización sin ánimo de lucro que se esfuerza por ayudar a paliar la crisis climática desarrollando ciudades y barrios sin CO2 en toda Europa. O “Las veinte ciudades más verdes de Europa” en National Geographic; “Las diez ciudades más verdes del mundo” en Ethic, o “Cuáles son las 12 ciudades más verdes del mundo” en Tomorrow City… Y así podríamos perdernos en el mundo digital con miles de resultados que elucubran al respecto.

La misma ciudad en vano llena de verde (en palabras, al menos): los supermercados tienen su apartado eco, los salones de belleza ya son eco, los hoteles tienen jardines en sus cubiertas, jardines verticales (aunque sean de plástico) en los sus vestíbulos y los coches que compramos también ayudan al planeta. Pero, ¿qué naturaleza es posible en la ciudad? ¿Cuál es el contenido real, útil y aplicable de los estudios ambientales que se adjuntan en los planeamientos urbanísticos?

La ciudad del último siglo va llena de planificación verdificadora: ejes verdes, introducción de nuevo arbolado en la ciudad, pacificación de islas consolidadas, edificios-jardín, jardines verticales, azoteas verdes… máscaras vegetales y, a menudo, naturalezas muertas. Si atendemos al origen etimológico de las dos palabras que componen el binomio naturaleza-muerta, “naturaleza”, en primer lugar, deriva del latín y proviene del verbo nasci, nacer. “Muerta” también proviene del latín y del sustantivo mormoris, o sea, muerte. Vida y muerte en una misma escena inanimada y enmarcada. Confundir la naturaleza con el paisaje puede conducirnos a naturalezas muertas y a la ciudad bodegón, un problema cultural de primer orden.

“Nuestra cultura, nuestra prosperidad y nuestra libertad son en último extremo dones de personas que viven, trabajan y piensan juntas; este es el triunfo definitivo de la ciudad.”

Edward Glaeser. El triunfo de las ciudades: cómo nuestra mejor creación nos hace más ricos, más inteligentes, más ecológicos, más sanos y más felices (2011)

Naturalezas en lata

No nos engañemos, el ser humano es, con diferencia, la especie más destructiva del planeta. Somos, además, una especie contradictoria. La obsesión por enlatarlo todo forma parte de nuestro método de destrucción: realidades fotografiadas, fotografías apiladas en aparatos telefónicos, plantas en macetas, árboles en alcorques de un metro cuadrado y, nosotros mismos, enlatados en enjambres de ladrillo. Eliminamos la espontaneidad y la naturalidad de la naturaleza, nos incomoda e intranquiliza lo salvaje. Domesticamos, enlatamos, geometrizamos y urbanizamos el mundo. Las pautas de consumo urbanas tienen también extensión y efecto directo sobre los entornos naturales.

Nos parece imprescindible organizar los bosques, los valles, los ríos dentro de un sistema “coherente” de zonas verdes y bajo una clave urbanística que pautará lo que se puede hacer, hasta dónde y en qué cantidad. Líneas abstractas que limitan y normativizan. Quizás la coherencia de los espacios naturales radica más bien en su propia lógica, en sus límites geográficos y geológicos, en su naturaleza natural. Cuanta más normativa y “protección” se les otorga, más los destruimos. Nanoturismo, slow tourism, ecoturismo, vidas neorrurales…, todo ello una nueva y generalizada invasión artificial. La gran crisis ecológica es posiblemente una crisis ética y de incomprensión voluntaria de los mecanismos naturales, nos olvidamos de que la belleza y la bondad de la tierra surge de su propia esencia y funcionamiento natural.

La forma en que hoy percibimos la naturaleza no fue la misma para el hombre de otros tiempos: el temor y la sacralización inicial por la naturaleza; la visión simbólica y mitológica de los griegos; o la percepción valorable estéticamente con Ruskin o los prerrafaelistas. Esta percepción estética de belleza romántica, sublime, ha ido evolucionando hasta la fecha. ¿Cuál es la percepción y la valoración de la naturaleza (paisaje natural) hoy? ¿Existe una valoración extraordinaria de esta solo por el hecho de la pérdida inminente? ¿O hay una pérdida inminente dada por valoración extraordinaria y con criterios exclusivamente económicos?

“Que el nuestro sea un tiempo que se recuerde por el despertar de una nueva reverencia ante la vida; por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad; por la aceleración en la lucha por la justicia, la paz y por la alegre celebración de la vida.”

Documento de la Carta de la Tierra, 2000. San José, Costa Rica: Secretaría Internacional de la Carta de la Tierra.

Ciudades vegetales y naturalezas vitrificadas

Según la Real Academia de la Lengua, se define “ciudad”, en términos urbanísticos, como “conjunto de edificios y calles, regido por un ayuntamiento, cuya población densa y numerosa se dedica normalmente a actividades no agrícolas”. Así pues, partimos de una configuración construida con edificios, densa y que, siendo urbana, no se dedica a actividades agrícolas. En segundo lugar, también define “Lo urbano, en oposición a lo rural”. Asumamos, pues, desde su definición, que es urbana y no rural. Es verdad que, por otra parte, hemos urbanizado cada vez más los entornos naturales, estos sí rurales. Entramos en el siglo xxi y nos encontramos en un escenario en el que las ciudades son extraordinariamente urbanas y los entornos naturales son cada vez menos rurales y más urbanos. Llegados a este punto, parece que florece una manía por ruralizar la ciudad y verdificarla (al menos en superficie).

Si atendemos a las definiciones de “naturaleza”, se la define, en primer lugar, como “principio generador del desarrollo armónico y la plenitud de cada ser como tal, siguiendo su propia e independiente evolución”. En segundo lugar, se la describe como “conjunto de todo lo que exista que está determinado y armonizado en sus propias leyes”. En ambos casos, recalca que su evolución y su desarrollo se rigen por leyes propias. La coherencia del medio natural es profanada por el ser humano, que es quien lo hace desaparecer. Y, claro, ahora que ya lo hemos estropeado notablemente, compensémoslo. ¿Pero cómo? Pues ruralizando lo innatamente urbano, la ciudad, que así será más visible y propagandística. Y mientras, seguimos urbanizando y urbanizando el resto. El mundo al revés.

Si en tiempos pasados, anteriores a la Revolución Industrial, la distinción entre lo rural y lo urbano, entre el campo y la ciudad, era probablemente limpia e indiscutible, esta distinción parece hoy mucho menos clara. En efecto, el desarrollo de los medios de comunicación y transporte, las nuevas localizaciones de la actividad económica frente a las posibilidades actuales de distribución y la homogeneización de muchas pautas de comportamiento, de formas de vida, así como la acción generalizada de los medios de comunicación de masas, han contribuido, en los países industrializados, a borrar muchas de las antiguas diferencias entre ciudad y campo, haciendo confusa su distinción.

De la misma manera que dudaba, en una reflexión anterior sobre turismo de masas, de la posibilidad de convivencia del binomio “turismo-sostenible”, dudo también de la seguridad con la que se habla de ciudades verdes, y dudo también de muchos lugares naturales, de que sean realmente y aún naturales, y no poco urbanizados. Parece como si, a mayor voluntad verdificadora es manifiesta, más acción urbanizadora actúa. Cuanto más pintamos de verde las ciudades, más geometrizamos y artificializamos la naturaleza que queda. El quid de la cuestión debe encontrarse sin duda en los ojos-de-dólar con los que miramos y pensamos el medio. No hay otra explicación razonable. Tengo la sensación de que ya nada es natural. Los antiguos trucajes, elementales y evidentes, se convierten hoy en sofisticados, tecnológicamente transparentes y perfectos, una especie de divinidad artificial que todo lo ve, controla y artificializa. La redentora y absurda religión de renaturalizar el artificio artificial e interesadamente. Quizás lo que necesitamos es más salud y bondad ocular.

“Solo para la humanidad, en contraste con la naturaleza, se ha garantizado el derecho de conectar y separar […] Tanto en un sentido inmediato como en un sentido simbólico, en un sentido físico y en un sentido intelectual, somos en todo momento aquellos que separan lo que está conectado o conectan lo que está separado.”

Georg Simmel. Puente y puerta (1909)
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Autoria de les fotos: Ilustración de Agustí Sousa

Autoría del artículo

Cristina Arribas

Arquitecta por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona, 2001. Urbanista del Departamento de Planeamiento Urbanístico del Ayuntamiento de Badalona. Doctoranda con tesis doctoral en curso sobre imagen turística y paisaje. Más artículos

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